La hoguera de las vanidades

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Y luego continúa con las melosas y lánguidas instrucciones de como darle cuerda al mismo aparato. Entre otras cosas estimado señor Cortázar, a los relojes de ahora ya no se les da cuerda.




Quisiera hablar del diseño, del círculo perfecto de la carátula, del cristal impecable de la luna que es levemente cóncavo en la superficie, del corte nítido del metal en los números o de la precisión micrométrica en los acabados, de su peso, de su solidez, de la perfecta reproducción del logotipo en el lugar de honor, pero sería reducirlo a un objeto cuantificable y por ahora quiero seguir pensando que es un objeto de amor que llegó a mi vida para llevar la belleza al alcance de mi mano a donde sea que vaya.
Sé que puede sonar absurdo, fatuo, superficial, pero si hay quien puede querer a un perro y llorar por él cuando muere (yo también lo he hecho) o quienes aman a su auto, le ponen nombre y lo lavan con caricias y perfumes o quienes usan el mismo saco o la misma camiseta durante años porque les trae algún recuerdo. Más aún, si hay quienes se desvanecen observando a Paris Hilton o a Pamela Anderson o las sobrevaloradas obras de Botero. ¿Por qué no extasiarse con la belleza material de consumo? Si un cuadro o una escultura, aunque reclamen la pureza inmaculada de ser obras de arte, también tienen un precio.
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