Como el capitalismo voraz podrá salvarnos
Hace poco leí una diatriba en forma de simplificación humorística en alguna red social, decía algo así: En el feudalismo, un campesino tiene dos vacas, pero no son suyas, son del señor feudal (el gobierno) que solo le deja la suficiente leche para sobrevivir. En el socialismo, al campesino que tiene dos vacas el gobierno se las quita para ponerlas en el corral con todas las demás, le ordena que las cuide y le paga con su propia leche. En el comunismo, el gobierno se lleva tus vacas y reparte la leche a todos por igual. En el capitalismo, el campesino vende una vaca y compra un toro, los animales se reproducen, con el tiempo el campesino se retira a vivir de las ganancias de la leche de su manada de vacas.
Luego encontré otro texto que describe otros sistemas políticos con la misma historia. Sobre el capitalismo americano dice: El campesino tiene 2 vacas, vende una para comprar tecnología que hace que la otra vaca produzca lo mismo que 4 vacas. Luego se sorprende cuando la vaca muere, pero cobra el seguro y se retira a vivir a Ecuador.
Un estado totalmente capitalista sería uno en el que la sociedad viva siguiendo las reglas del capital. Según los libertarios, sería un país sin Estado. No existiría una constitución que regule el comportamiento de la nación, sino que se regiría por las leyes del mercado. Nada sería ilegal, los crímenes serían anti-productivos o serían acciones no-rentables. Cualquier transacción comercial podría ser legal mientras exista oferta y demanda: ya no se llamaría narcotráfico sino venta de sustancias recreativas, ya no sería tráfico de órganos sino mercado de donantes, no se llamaría trata de blancas sino comercio sexual. Y cualquier otra acción de compra-venta que en la actualidad está prohibida por la ley, sería legal dentro de un país libertario, siempre que exista un mercado que la propicie y la oferta y la demanda que la movilice.
Veamos el caso de la revolución verde en Estados Unidos. Entre las décadas de los 60 y 80 se implementaron una serie de políticas agrarias que incluían el uso de nuevas especies de plantas, sobre todo cereales, más resistentes a las plagas y a los pesticidas, de crecimiento más rápido y por lo tanto de mayor productividad. Esto surgió como una respuesta a la extenuación de los suelos agrícolas que estaban en peligro de desertificación por dedicarse a los monocultivos y por lo tanto a un descenso importante de la producción. Adicionalmente, el gobierno de EEUU añadió un incentivo a los productores agrarios (no necesariamente agricultores) que adoptaran estos nuevos métodos de producción. Como resultado de esta etapa, en América del Sur llegamos a conocer productos como los Corn Flakes y sus cientos de derivaciones. Una colección de productos ultraprocesados, para añadirles durabilidad, de alto contenido calórico, bajo contenido nutricional y precios relativamente accesibles. El éxito de este tipo de productos llevó a que las grandes empresas productoras de alimentos fueran comprando más y más tierra de cultivo, acercando a la extinción a los pequeños productores agrícolas.
Esta misma revolución verde fue la que dio origen al monopolio de una empresa de químicos que inició sus negocios como proveedor de armas tóxicas para la guerra. Monsanto fue parte de un grupo del complejo armamentístico-militar que desarrolló el agente naranja, un gas utilizado en la guerra de Vietnam, que servía para destruir la flora de la región con la intención de desabastecer al ejército rojo de Ho Chi Min, pero que también quemaba la piel de mujeres, hombres, niños y niñas campesinas de la región. Luego de esta lucrativa aventura, la empresa Monsanto vió una oportunidad de utilizar sus venenos para acabar con las plagas que asolaban los productos agrícolas norteamericanos, y era muy eficiente en esa tarea, lamentablemente también morían las plantas y el suelo. Así que durante años se dedicaron a modificar su estructura, la de las plantas, lo que dió origen a nuevas especies que resisten efectivamente los pesticidas de Monsanto, y esto dio lugar a una nueva oferta de productos agrícolas resistentes, principalmente maíz y soya, y fue el inicio de la inmensa gama de productos derivados del maíz, entre cereales ultraprocesados (Kellog’s), apanadura de pollo (KFC), comida para animales y endulzantes presentes en casi cualquier producto procesado, desde refrescos, helados y snacks, hasta salsas, conservas y condimentos. El jarabe de maíz (Corn Syrup y Corn Starch) es un ingrediente omnipresente en la dieta norteamericana y mundial.
En este punto es importante destacar las cantidad de estudios científicos que denuncian la influencia de los pesticidas, y los productos alimenticios derivados de las plantas que absorben estos pesticidas, en la epidemia de enfermedades que sufre la sociedad global: desde alergias y enfermedades de la piel, pasando por diabetes y llegando al cáncer. Sin embargo, ninguno de estos estudios llega como información confiable a la mayoría de la población, porque la industria alimenticia se encarga de presentar sus propios “estudios científicos” que contradicen a los estudios anteriores, y esos “estudios-respuesta” sí llegan a la población, a través de los medios de comunicación que, generalmente, suelen tener buenas relaciones comerciales con la industria alimenticia, considerando que la forma más efectiva de vender productos es a través de la publicidad. El comercio desacreditando a la ciencia.
A propósito de la publicidad, podríamos retroceder hasta sus orígenes, no precisamente en los hermosos carteles pintados a mano por Henry Toulouse Lautrec, si no al aparato de propaganda nazi de antes de la segunda guerra mundial. Un aparato tan eficaz que llevó a toda una nación de personas educadas a enfrentarse en una guerra fratricida y suicida, a aceptar postulados megalómanos y despóticos, a negar la existencia de hornos masivos que volvían cenizas los cuerpos de sus víctimas. La misma publicidad que hoy ha evolucionado hasta su máxima sofisticación, utilizando herramientas de manipulación emocional, sesgos cognitivos, psicología conductual y cualquier otro recurso que esquiva el pensamiento racional y apela únicamente a la reacción emocional. Todo esto con el simple propósito de vender. Vender un auto, un helado, un teléfono. Pero también de vendernos personas e ideas.
El diseño también forma parte de los afluentes de la economía de mercado. Inicialmente era una herramienta de carácter estético, que servía para hacer que las cosas fuesen más bonitas, poco a poco fue desarrollándose para ocuparse de la funcionalidad, no solo de la utilidad de los productos, también de su optimización productiva, aprovechando al máximo los materiales y recursos para su fabricación. Así el diseño se convirtió en un arma competitiva. Los fabricantes aprendieron que los productos que se venden mejor son los que tienen un mejor diseño. No siempre, pero generalmente. Y también aprendieron que un mejor diseño significa también menores costos de producción y de logística.
A inicios del siglo XX, un grupo de empresas fabricantes de bombillas de luz, conocidos como el Cartel Phoebus, se reunieron para resolver su problema de reducción de ventas. Descubrieron que la gente no compraba bombillas porque las que tenían duraban mucho tiempo. Estaban tan bien fabricadas que podían durar cien años. La solución que encontraron fue fabricarlas con un tiempo de vida útil, luego del cual dejaban de funcionar para que el usuario compre una nueva. Habían inventado algo que muchos años después se llamaría ‘obsolescencia programada’. Y es tanto un hecho, que hoy en día forma parte de los planes estratégicos de las empresas y se enseña en las escuelas de negocios del mundo. Hoy en día, las empresas califican como un mal producto uno que dure mucho tiempo. Recordemos que en un sistema fundamentado en las ganancias, lo que no es rentable es malo, la ética del consumo. De este modo, con el aporte del diseño, hemos llegado a la era del desperdicio. Donde encontramos islas de basura del tamaño de un país flotando en el océano, montañas de ropa usada cubriendo el desierto de Atacama, y países enteros que son usados como vertederos de la basura industrial del ‘Primer Mundo’.
Desde sus inicios la educación no estuvo exenta de ser un producto de mercado. Si bien la educación prusiana era gratuita, sobre todo para la clase pobre, algunas materias no se enseñaban a menos que se pagara algo por ellas. Así, las matemáticas y el cálculo no eran parte de la enseñanza pública, pero sí lo eran las habilidades técnicas básicas necesarias en un mundo en proceso de modernización (como leer y escribir), también la música a través del canto y educación religiosa cristiana en estrecha cooperación con las iglesias; también trató de imponer un estricto ethos de deber, sobriedad y disciplina. En la actualidad, la enseñanza tiende a ser más funcionalista, impartiendo materias más técnicas o aplicables al mercado laboral, dejando de lado las ciencias humanistas, el desarrollo de destrezas blandas y el autoconocimiento. Los niveles “superiores” de educación se han convertido en parte evidente del mercado, convirtiendo a la educación en una mercancía y a los estudiantes en clientes que reciben un servicio. La idea de muchas instituciones ya no es formar profesionales que aporten al mundo ni a la sociedad, sino mantener clientes felices que no quieran cambiar de proveedor durante su vida útil, es decir, durante su vida estudiantil. Afortunadamente aún hay excepciones, pero el mercado educativo es la norma. Incluso se conocen casos de celebridades que han pagado a universidades de alto nivel para que reciban a sus retoños, lo que no es una práctica nueva, de ahí que algunos edificios de ciertas universidades lleven el nombre de sus principales auspiciantes.
Durante la etapa educativa las personas son más propensas a recibir información que luego se vuelve parte de sus vidas. Forman su carácter, sus creencias y su personalidad. Esto convirtió a la educación en una forma muy importante de adoctrinamiento político, hasta inicios del siglo XXI. En la actualidad esa característica también se ha desvanecido, ya que los profesores pasaron de ser la autoridad que imparte el conocimiento a ser meseros de la información, que deben responder al capricho de padres y madres que solo buscan favorecer a sus propios hijos y se sienten empoderados porque pagan por esa educación, ya no son personas buscando la mejor preparación para su hijos, son clientes que reclaman sus beneficios adquiridos.
En la actualidad, la principal influencia de las generaciones jóvenes, ya no son sus profesores. Los verdaderos educadores de estas generaciones son las redes sociales, que además plantean un nuevo dilema, ya que al ser un servicio gratuito, convierten a sus usuarios en la verdadera mercancía, vendiendo toda la información útil que recopilan a empresas que la utilizan para vendernos cosas. De este modo, las generaciones de inicios del siglo XXI han recibido la mayor parte de su formación de un espacio que aún no ha sido regulado por instituciones ciudadanas, ni por paneles de expertos, ni organismos de control, si no que se “autorregulan” según la voluntad de sus propietarios. El libre mercado autorregulándose, tal como proponen los libertarios anarco-capitalistas.
El resultado de esta nueva forma de “educación” se hace evidente poco a poco, en el aumento general de los niveles de ansiedad en el trabajo, del 31% en 2010 al 44% en 2022, según un estudio a más de 1000 trabajadores en 160 países (fuente Gallup). O las actitudes típicas de las nuevas generaciones, los mayores usuarios de las redes sociales: problemas de salud mental como la misma ansiedad o la depresión, aislamiento de la realidad y distanciamiento de los seres queridos, cyberacoso, dismorfia, comportamiento adictivo inducido, desinformación y pérdida de productividad, entre muchos otros. El mercado autorregulándose.
En resumen, el capitalismo voraz o mercantilismo, lejos de autorregularse como plantea su ideología, ha demostrado una capacidad para acumular poder y recursos en pocas manos, alimentando monopolios que erosionan la competencia, destruyen pequeños emprendimientos y promueven el consumismo desmedido. Este sistema genera impactos devastadores en el medio ambiente, la salud y la educación, mientras sus actores principales moldean la narrativa pública para mantener su hegemonía. La verdadera regulación, por tanto, no vendrá de la mano invisible del mercado, sino de la intervención activa de ciudadanos, científicos y gobiernos comprometidos con un futuro más equitativo y sostenible.
Una solución, concreta e inmediata, que cada persona puede adoptar, es ejercer un consumo responsable e informado. Esto implica investigar el origen de los productos, apoyar a empresas que prioricen la sostenibilidad y la ética laboral, y optar por bienes y servicios locales o de bajo impacto ambiental. Comprar solo lo necesario, dejar de gastar en objetos innecesarios o desechables y eliminar el consumo de plásticos de un solo uso. Además, podemos reducir el consumo de productos ultraprocesados, reciclar de manera efectiva, y exigir mayor transparencia a las empresas y gobiernos a través de la participación activa en movimientos sociales y políticos.
Finalmente, es esencial fomentar la educación crítica y la alfabetización digital, para que las futuras generaciones no sólo comprendan la influencia del mercado sobre sus decisiones, sino que también puedan contrarrestarla con elecciones conscientes y un enfoque más equitativo y más justo del desarrollo económico y social.
Luego encontré otro texto que describe otros sistemas políticos con la misma historia. Sobre el capitalismo americano dice: El campesino tiene 2 vacas, vende una para comprar tecnología que hace que la otra vaca produzca lo mismo que 4 vacas. Luego se sorprende cuando la vaca muere, pero cobra el seguro y se retira a vivir a Ecuador.
Un estado totalmente capitalista sería uno en el que la sociedad viva siguiendo las reglas del capital. Según los libertarios, sería un país sin Estado. No existiría una constitución que regule el comportamiento de la nación, sino que se regiría por las leyes del mercado. Nada sería ilegal, los crímenes serían anti-productivos o serían acciones no-rentables. Cualquier transacción comercial podría ser legal mientras exista oferta y demanda: ya no se llamaría narcotráfico sino venta de sustancias recreativas, ya no sería tráfico de órganos sino mercado de donantes, no se llamaría trata de blancas sino comercio sexual. Y cualquier otra acción de compra-venta que en la actualidad está prohibida por la ley, sería legal dentro de un país libertario, siempre que exista un mercado que la propicie y la oferta y la demanda que la movilice.
La llegada del capitalismo voraz
Adam Smith, uno de los ideólogos primigenios del capitalismo, ya planteaba la existencia de una mano invisible que regula el mercado. La idea se fue simplificando con el tiempo hasta llegar a la afirmación de que el mercado se regula solo. Esta idea surge del razonamiento que establece que el mercado se equilibra en función de la oferta y la demanda. Esto también ha llevado a la simplificación de creer que si un producto sube demasiado sus precios, el mercado (la gente) lo castigará dejando de comprarlo, para que así vuelva a bajar sus precios, un hecho admisible en un mercado con alta competitividad, pero imposible en un mercado monopolizado. Existe una gama muy amplia de posibilidades entre estos extremos, que hacen que este axioma no solo sea impreciso, si no que pocas veces llegue a cumplirse. Basta con ver las filas de personas dispuestas a pagar cientos o miles de dólares por productos que cuestan unas pocas decenas de dólares en producirse. Uno de los problemas de este sistema es que cuanto más consume el mercado, más tiende al monopolio.Veamos el caso de la revolución verde en Estados Unidos. Entre las décadas de los 60 y 80 se implementaron una serie de políticas agrarias que incluían el uso de nuevas especies de plantas, sobre todo cereales, más resistentes a las plagas y a los pesticidas, de crecimiento más rápido y por lo tanto de mayor productividad. Esto surgió como una respuesta a la extenuación de los suelos agrícolas que estaban en peligro de desertificación por dedicarse a los monocultivos y por lo tanto a un descenso importante de la producción. Adicionalmente, el gobierno de EEUU añadió un incentivo a los productores agrarios (no necesariamente agricultores) que adoptaran estos nuevos métodos de producción. Como resultado de esta etapa, en América del Sur llegamos a conocer productos como los Corn Flakes y sus cientos de derivaciones. Una colección de productos ultraprocesados, para añadirles durabilidad, de alto contenido calórico, bajo contenido nutricional y precios relativamente accesibles. El éxito de este tipo de productos llevó a que las grandes empresas productoras de alimentos fueran comprando más y más tierra de cultivo, acercando a la extinción a los pequeños productores agrícolas.
Esta misma revolución verde fue la que dio origen al monopolio de una empresa de químicos que inició sus negocios como proveedor de armas tóxicas para la guerra. Monsanto fue parte de un grupo del complejo armamentístico-militar que desarrolló el agente naranja, un gas utilizado en la guerra de Vietnam, que servía para destruir la flora de la región con la intención de desabastecer al ejército rojo de Ho Chi Min, pero que también quemaba la piel de mujeres, hombres, niños y niñas campesinas de la región. Luego de esta lucrativa aventura, la empresa Monsanto vió una oportunidad de utilizar sus venenos para acabar con las plagas que asolaban los productos agrícolas norteamericanos, y era muy eficiente en esa tarea, lamentablemente también morían las plantas y el suelo. Así que durante años se dedicaron a modificar su estructura, la de las plantas, lo que dió origen a nuevas especies que resisten efectivamente los pesticidas de Monsanto, y esto dio lugar a una nueva oferta de productos agrícolas resistentes, principalmente maíz y soya, y fue el inicio de la inmensa gama de productos derivados del maíz, entre cereales ultraprocesados (Kellog’s), apanadura de pollo (KFC), comida para animales y endulzantes presentes en casi cualquier producto procesado, desde refrescos, helados y snacks, hasta salsas, conservas y condimentos. El jarabe de maíz (Corn Syrup y Corn Starch) es un ingrediente omnipresente en la dieta norteamericana y mundial.
En este punto es importante destacar las cantidad de estudios científicos que denuncian la influencia de los pesticidas, y los productos alimenticios derivados de las plantas que absorben estos pesticidas, en la epidemia de enfermedades que sufre la sociedad global: desde alergias y enfermedades de la piel, pasando por diabetes y llegando al cáncer. Sin embargo, ninguno de estos estudios llega como información confiable a la mayoría de la población, porque la industria alimenticia se encarga de presentar sus propios “estudios científicos” que contradicen a los estudios anteriores, y esos “estudios-respuesta” sí llegan a la población, a través de los medios de comunicación que, generalmente, suelen tener buenas relaciones comerciales con la industria alimenticia, considerando que la forma más efectiva de vender productos es a través de la publicidad. El comercio desacreditando a la ciencia.
A propósito de la publicidad, podríamos retroceder hasta sus orígenes, no precisamente en los hermosos carteles pintados a mano por Henry Toulouse Lautrec, si no al aparato de propaganda nazi de antes de la segunda guerra mundial. Un aparato tan eficaz que llevó a toda una nación de personas educadas a enfrentarse en una guerra fratricida y suicida, a aceptar postulados megalómanos y despóticos, a negar la existencia de hornos masivos que volvían cenizas los cuerpos de sus víctimas. La misma publicidad que hoy ha evolucionado hasta su máxima sofisticación, utilizando herramientas de manipulación emocional, sesgos cognitivos, psicología conductual y cualquier otro recurso que esquiva el pensamiento racional y apela únicamente a la reacción emocional. Todo esto con el simple propósito de vender. Vender un auto, un helado, un teléfono. Pero también de vendernos personas e ideas.
El diseño también forma parte de los afluentes de la economía de mercado. Inicialmente era una herramienta de carácter estético, que servía para hacer que las cosas fuesen más bonitas, poco a poco fue desarrollándose para ocuparse de la funcionalidad, no solo de la utilidad de los productos, también de su optimización productiva, aprovechando al máximo los materiales y recursos para su fabricación. Así el diseño se convirtió en un arma competitiva. Los fabricantes aprendieron que los productos que se venden mejor son los que tienen un mejor diseño. No siempre, pero generalmente. Y también aprendieron que un mejor diseño significa también menores costos de producción y de logística.
A inicios del siglo XX, un grupo de empresas fabricantes de bombillas de luz, conocidos como el Cartel Phoebus, se reunieron para resolver su problema de reducción de ventas. Descubrieron que la gente no compraba bombillas porque las que tenían duraban mucho tiempo. Estaban tan bien fabricadas que podían durar cien años. La solución que encontraron fue fabricarlas con un tiempo de vida útil, luego del cual dejaban de funcionar para que el usuario compre una nueva. Habían inventado algo que muchos años después se llamaría ‘obsolescencia programada’. Y es tanto un hecho, que hoy en día forma parte de los planes estratégicos de las empresas y se enseña en las escuelas de negocios del mundo. Hoy en día, las empresas califican como un mal producto uno que dure mucho tiempo. Recordemos que en un sistema fundamentado en las ganancias, lo que no es rentable es malo, la ética del consumo. De este modo, con el aporte del diseño, hemos llegado a la era del desperdicio. Donde encontramos islas de basura del tamaño de un país flotando en el océano, montañas de ropa usada cubriendo el desierto de Atacama, y países enteros que son usados como vertederos de la basura industrial del ‘Primer Mundo’.
Una cuestión de enfoque
No debemos caer en la falacia de pensar que la economía, la química, la agricultura, la estadística, la publicidad o el diseño son armas del capitalismo y que son inherentemente malas. Por supuesto que no. Son herramientas. Son productos del ingenio y del conocimiento y su uso depende de quien las emplee, de sus objetivos y sus intenciones. El mejor ejemplo de este caso es la educación. El sistema de educación prusiano tuvo su inicio en la idea de que un pueblo educado era más útil que un pueblo ignorante. Inicialmente como una forma de entrenamiento para incentivar la iniciativa, pero también el respeto a la autoridad en futuros soldados, luego se convirtió en una herramienta para adaptarse a la revolución industrial. En cualquier caso, la educación estatal siempre mantuvo los preceptos del respeto a la autoridad y el seguimiento de normas y principios. Desde entonces, finales del siglo XVIII, hasta los efervescentes años 70 del siglo XX, la educación sufrió pocos cambios, sin embargo significativos, pues ya no tenía una finalidad funcionalista únicamente, y procuraba la preparación del individuo como ser social, a través del estudio de materias humanísticas como la cívica, la lógica, la ética y la filosofía.Desde sus inicios la educación no estuvo exenta de ser un producto de mercado. Si bien la educación prusiana era gratuita, sobre todo para la clase pobre, algunas materias no se enseñaban a menos que se pagara algo por ellas. Así, las matemáticas y el cálculo no eran parte de la enseñanza pública, pero sí lo eran las habilidades técnicas básicas necesarias en un mundo en proceso de modernización (como leer y escribir), también la música a través del canto y educación religiosa cristiana en estrecha cooperación con las iglesias; también trató de imponer un estricto ethos de deber, sobriedad y disciplina. En la actualidad, la enseñanza tiende a ser más funcionalista, impartiendo materias más técnicas o aplicables al mercado laboral, dejando de lado las ciencias humanistas, el desarrollo de destrezas blandas y el autoconocimiento. Los niveles “superiores” de educación se han convertido en parte evidente del mercado, convirtiendo a la educación en una mercancía y a los estudiantes en clientes que reciben un servicio. La idea de muchas instituciones ya no es formar profesionales que aporten al mundo ni a la sociedad, sino mantener clientes felices que no quieran cambiar de proveedor durante su vida útil, es decir, durante su vida estudiantil. Afortunadamente aún hay excepciones, pero el mercado educativo es la norma. Incluso se conocen casos de celebridades que han pagado a universidades de alto nivel para que reciban a sus retoños, lo que no es una práctica nueva, de ahí que algunos edificios de ciertas universidades lleven el nombre de sus principales auspiciantes.
Durante la etapa educativa las personas son más propensas a recibir información que luego se vuelve parte de sus vidas. Forman su carácter, sus creencias y su personalidad. Esto convirtió a la educación en una forma muy importante de adoctrinamiento político, hasta inicios del siglo XXI. En la actualidad esa característica también se ha desvanecido, ya que los profesores pasaron de ser la autoridad que imparte el conocimiento a ser meseros de la información, que deben responder al capricho de padres y madres que solo buscan favorecer a sus propios hijos y se sienten empoderados porque pagan por esa educación, ya no son personas buscando la mejor preparación para su hijos, son clientes que reclaman sus beneficios adquiridos.
En la actualidad, la principal influencia de las generaciones jóvenes, ya no son sus profesores. Los verdaderos educadores de estas generaciones son las redes sociales, que además plantean un nuevo dilema, ya que al ser un servicio gratuito, convierten a sus usuarios en la verdadera mercancía, vendiendo toda la información útil que recopilan a empresas que la utilizan para vendernos cosas. De este modo, las generaciones de inicios del siglo XXI han recibido la mayor parte de su formación de un espacio que aún no ha sido regulado por instituciones ciudadanas, ni por paneles de expertos, ni organismos de control, si no que se “autorregulan” según la voluntad de sus propietarios. El libre mercado autorregulándose, tal como proponen los libertarios anarco-capitalistas.
El resultado de esta nueva forma de “educación” se hace evidente poco a poco, en el aumento general de los niveles de ansiedad en el trabajo, del 31% en 2010 al 44% en 2022, según un estudio a más de 1000 trabajadores en 160 países (fuente Gallup). O las actitudes típicas de las nuevas generaciones, los mayores usuarios de las redes sociales: problemas de salud mental como la misma ansiedad o la depresión, aislamiento de la realidad y distanciamiento de los seres queridos, cyberacoso, dismorfia, comportamiento adictivo inducido, desinformación y pérdida de productividad, entre muchos otros. El mercado autorregulándose.
¿Qué hacemos?
Es importante destacar que el problema no radica en las herramientas que el mercantilismo utiliza, como el diseño, la tecnología o la ciencia, sino en cómo se emplean para maximizar las ganancias a expensas del bienestar social y ambiental. El reto es reimaginar un sistema donde estas herramientas se utilicen para el beneficio común, impulsando la innovación sin comprometer los principios éticos ni el equilibrio planetario. Solo así podremos evitar que las promesas de prosperidad del capitalismo voraz sigan siendo un espejismo que oculta sus profundos problemas estructurales.En resumen, el capitalismo voraz o mercantilismo, lejos de autorregularse como plantea su ideología, ha demostrado una capacidad para acumular poder y recursos en pocas manos, alimentando monopolios que erosionan la competencia, destruyen pequeños emprendimientos y promueven el consumismo desmedido. Este sistema genera impactos devastadores en el medio ambiente, la salud y la educación, mientras sus actores principales moldean la narrativa pública para mantener su hegemonía. La verdadera regulación, por tanto, no vendrá de la mano invisible del mercado, sino de la intervención activa de ciudadanos, científicos y gobiernos comprometidos con un futuro más equitativo y sostenible.
Una solución, concreta e inmediata, que cada persona puede adoptar, es ejercer un consumo responsable e informado. Esto implica investigar el origen de los productos, apoyar a empresas que prioricen la sostenibilidad y la ética laboral, y optar por bienes y servicios locales o de bajo impacto ambiental. Comprar solo lo necesario, dejar de gastar en objetos innecesarios o desechables y eliminar el consumo de plásticos de un solo uso. Además, podemos reducir el consumo de productos ultraprocesados, reciclar de manera efectiva, y exigir mayor transparencia a las empresas y gobiernos a través de la participación activa en movimientos sociales y políticos.
Finalmente, es esencial fomentar la educación crítica y la alfabetización digital, para que las futuras generaciones no sólo comprendan la influencia del mercado sobre sus decisiones, sino que también puedan contrarrestarla con elecciones conscientes y un enfoque más equitativo y más justo del desarrollo económico y social.
Bibliografía
Pobreza, desigualdad y trabajo en el capitalismo global. Gilberto Dupas. Revista Nueva Sociedad, TEMA CENTRAL NUSO Nº 215 / MAYO - JUNIO 2008
https://www.nuso.org/articulo/pobreza-desigualdad-y-trabajo-en-el-capitalismo-global/
Christopher Clark, Iron Kingdom: The Rise and Downfall of Prussia, 1600–1947 (2008) ch 7
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